Mérida.- Riiinng, riiiing, riiiing….
¿Juan Carlos?.
“Sí, qué pasó ´Huachito´”, le respondí al buen amigo y propietario del entonces aún ascendente (hoy ya más leído que varios de los impreso que aún circulan en Mérida) diario electrónico Yucatánahora, Joaquín Ocampo, quien me llamó para informarme que un funcionario del Instituto del Deporte del Estado de Yucatán (IDEY) había muerto en un accidente de carretera.
Al preguntarle de qué funcionario se trataba y leerme el nombre de Raymundo Torres Ruiz, el “xix” del almuerzo sabatino se me subió a la garganta y tras la sorpresa, le dije que no se trataba de un funcionario.
Seguidamente, un torrente de recuerdos, con sus respectivas imágenes, sonidos y hasta sabores y olores, atravesaron la mente de quien esto escribe, resumiendo 28 años de conocimiento de aquél hombre que acababa de recibir el tercer strike del destino.
Y tras subir un avance de lo sucedido a península deportiva, que fue el segundo medio que reportó el suceso y el primero que identificó al occiso como “Ray” Torres, el ícono ofensivo de los Leones de Yucatán, el nerviosismo retrasó el resto de la información, mientras las llamadas comenzaban a caer, para confirmar lo que nuestro entrañable Andrés Novelo (vocero del IDEY) nos había hecho oficial:
Una errónea conducción de una camioneta del IDEY acabó con la vida del personaje de mirada recia, pero no agresiva, y de brazos poderosos que expulsaron cientos de veces la pelota en parques de la Liga Mexicana de Béisbol (LMB), del Pacífico y en Estados Unidos.
Para quien esto escribe, “Ray” ha sido el más grandes ídolo en la historia del deporte (no solo del béisbol) de Yucatán.
Y si bien podría ser un equívoco, esa reflexión tiene un sustento tangible en el cariño y hasta amor que al menos cientos le profesaron.
Asimismo, en el agradecimiento de cientos de miles por su aportación a la historia de los Leones de Yucatán y por la espectacularidad con la que la adornó.
Raro caso el de “Ray”. Tipo de personalidad ermitaña, de muy poco hablar, ensimismado, inexpresivo, pero que aún así enloquecía a la gente yucateca que se identificó en él y no él con ella.
Sus jonrones, su arrojo para pelear la bola, ya sea bateándola, o atrapándola, lo llevaron a ocupar un nicho en el Kukulcán y en el alma de la afición yucateca.
Hoy, a un decenio de su ausencia física, lo recordamos con nostalgia, aún con sorpresa por lo sucedido y con agradecimiento por tantas y tantas alegrías que nos dio a partir de aquél sábado de mayo de 1984, cuando se quitó los cuernos y el tridente de los Diablos Rojos del México y se puso la melena y las garras.