Miguel Marín
Mérida.- ¿Quién mejor que el hombre de la imaginación infinita para renombrarlo así?.
El día que Ángel Fernández lo llamó “Súperman”, en uno de sus frecuentes vuelos para defender el marco de su querido Cruz Azul, le dio una identidad para siempre.
Hubiéramos querido también que lo hiciera inmortal, y muchos pensamos que ya lo era, pero la realidad y la vida, o mejor dicho la muerte, nos dio a todos una bofetada aquél infausto lunes 30 de diciembre de 1991.
José Miguel Marín Acotto, el corpulento hombre venido del cono sur como un desconocido y que terminó convirtiéndose en el más grande portero llegado a México (quizás el mejor en la historia en jugar en este país) fallecía ese día de manera súbita a los 47 años.
Los que lo conocimos como aficionado, a pesar de no ser fans de la máquina, no pudimos dejar de admirar, más que su talento, la intensidad con la que defendía la meta azul.
Ese denuedo, esa fuerza, ese compromiso, lo llevó a ser, hasta ahora, el más icónico jugador que haya defendido a la Cruz Azul, aunque paradójicamente él no usara una camiseta de ese color, sino usualmente una de rayas horizontales azules, blancas y negras.
Fue, durante todo su trayectoria en México, jugador exclusivo del Cruz Azul y jamás se puso uniforme de algún otro equipo, como hoy día sucede en el “circo” de estos tiempos en el que un jugador cambia de club más frecuentemente que de ropa interior.
Llegó a México, justo hace 50 años, para el torneo 1971-1972 (de antes los torneos se disputaban durante un año entero, como debería seguir siendo si no fuera por los intereses mercantilistas de la televisión y de sus empleados, los dirigentes futbolísticos) y lo hizo ante las Chivas Rayadas del Guadalajara de quienes no recibió gol.
Miguel Marín fue factor determinante por su eficiencia en el arco, pero por la fuerza y carácter que le daba al equipo, para convertir a “la máquina” en campeón, venciendo en la final de ese torneo al América 4-1.
Y de ahí, p´al real.
Poco a poco se fue consolidando, rompiendo prácticamente con aquello de que nadie es indispensable, pues él, en los hechos sí lo fue, al menos para que el Cruz Azul se convirtiera en una súper potencia en los 10 años por venir.
En los 10 años en los que jugó en México, todos con la “máquina celeste” (apodada así también por Ángel Fernández), el sr. Miguel Marín Acotto disputó 319 partidos, recibiendo solo 298 tantos, es decir, menos de uno por cotejo.
Al Cruz Azul, al que convirtió de un equipo, podría decirse de tantos, en una potencia, contribuyó con cinco títulos de liga, una liga de campeones y un campeón de campeones.
La tranquilidad y seguridad que le daba al resto del equipo fue fundamental, por su imbatibilidad en la meta y por su aportación ofensiva con esos despejes de mano con los que agarraba movido al equipo contrario, lanzando la pelota hasta más del medio campo.
Uno de esos despejes, lo marcó y ridiculizó, sucediéndole aquello de “al mejor cazador se le va la liebre” en el año de 1976, cuando ya consolidado como el mejor arquero de México y figura principal del Cruz Azul , se complicó y al lanzar el balón, terminó metiéndolo en su propia meta. Fue ante el Atlante, con el que empataron 1-1.
Fue ese día en el que el “Súperman” Miguel Marín se convirtió en un hombre común y corriente, o quizás ese día algún jugador atlantista llevaba algo de kriptonita en sus botines.
En junio, el Cruz Azul le hizo un partido de despedida, justamente ante las Chivas, con las que debutó, participando solo unos minutos por razones obvias, para colgar los guantes e iniciar una etapa como entrenador en la que no le fue muy bien.
Justo con los cementeros protagonizó un desaguisado en 1982, al discutir con un árbitro al que le dio un cabezazo, lo que le costó una prolongada sanción y el cese de la organización a la que volvería tiempo después.
Estuvo a una nada de representar a Argentina, de cuya selección fue portero a inicios de la década de los 70 del siglo pasado, pero el Director Técnico, Vladislao Capp, prefirió llevar de último momento a Alemania 1974 a Daniel Carnevali, quien tuvo una opaca participación.
Pocas semanas antes de morir, a los 47 años, había estado en Mérida, a donde vino dirigiendo a los Gallos de la Universidad de Querétaro (filial del Cruz Azul) en la entonces Segunda División Nacional, que jugaron contra los Venados de Yucatán.
Ese día, un sábado, concedió una entrevista a los medios locales en la que pudo apreciarse una enorme cicatriz a la mitad de su pecho (la ofreció sin camisa), donde había sido operado un decenio atrás.
El 30 de diciembre de ese año se sintió mal en Querétaro y fue llevado de emergencia a un hospital (paradójicamente la Santa Cruz), donde le habría sido mal diagnosticado un problema pulmonar con uno cardíaco, propiciando una falta oportuna y precisa de atención, que derivó en un paro cardíaco.
Las muestras verdaderamente sentidas de dolor fueron evidentes en el mundo futbolístico, pero principalmente en México, donde su cuerpo no permaneció.
Como sucedió con otro cruzazulino, Miguel Ángel Cornero “El Confesor”, su cuerpo fue trasladado a Buenos Aires, donde fue sepultado en el cementerio de “La Chacarita”, donde reposan los restos de otros grandes de Argentina como Homero Manzi, Juan Carlos Lectoure, Ringo Bonavena, Víctor Galíndez y, años después, Gustavo Cerati.
Hoy recordamos a ese sensacional futbolista que logró el protagonismo y darle identidad triunfal a una organización, no anotando goles, sino evitándolos…vaya cosa.