Francisco y el fútbol, una pasión previa a la del sacrdocio
El Vaticano.- Nacido en un país con hondas, profundas reminiscencias europeas, el de más influencia de ese continente en Latinoamérica, el Papa Francisco no negaba, en vida, las cruces de esa parroquia.
Y no sólo no las negaba, sino que se enorgullecía de ellas.
Una fue el fútbol, el calcio como le llamaba desde su pontificado.
Y el vínculo más sólido, acaso el único tangible con el balompié fue el título, la credencial numerada 88 mil 235 que lo reconociía como socio del equipo San Lorenzo de Almagro.
Responsable, pagó de manera religiosa su membresía con el San Lorenzo, hasta el final de sus días.
Francisco y el fútbol. El equipo de sus amores
Fue el equipo de sus amores, al que apoyó, desde joven, como sacerdote, arzobispo, cardenal y, claro, como Papa.
El fútbol, que con el tiempo pasó a ser un tema secundario, pero cercano a él le habría redituado un parentesco con uno de los jugadores más emblemáticos de la historia del fútbol argentino, Omar Sívori.
El primer “Pibe de Oro” (el apodo que más tarde recibió Maradona) fue uno de los primeros vínculos con el ahora fallecido obispo de Roma.
El entonces jovencito Jorge Mario Bergoglio (su nombre de bautismo) fue testigo de cómo afectó a los emigrantes italianos de Buenos Aires el trágico accidente aéreo de Superga, en el que perecieron los jugadores del Torino y es algo que eventualmente recordaba.
Fue a finales de la década de los 40´s del siglo pasado, cuando el avión en el que el equipo turinés regresaba de Portugal, se estrelló, por eventuales fallos en el altimetro, con parte de la Basílica italiana de Súperga, cercana a la pista, donde iban a aterrizar.
Al respecto, recordó en algún momento de su pasada vida: Muchos años más tarde, iría en persona a visitar esa basílica.
“Ahí me detendría emocionado bajo la lápida con los nombres de las 31 víctimas”, dijo en vida Francisco.
Y enfatizaba: “Siempre me gustó jugar al fútbol, daba igual que no fuera muy bueno.
“Pata Dura”
“En Buenos Aires, a los que eran como yo los llamaban “pata dura”. Algo así como tener dos pies izquierdos.
Pero jugaba. A menudo hacía de portero, una buena posición que le entrena a uno a encarar la realidad, a enfrentarse a los problemas.
“Puede que no sepas de donde viene exactamente la pelota, pero eso no importa, tienes que tratar de detenerla. Como en la vida. […]
“Jugaba con la bola de la Tierra”, dice la Sabiduría en el Libro de los Proverbios (Pr 8, 31). Antes de todo. Antes de que cualquier otra cosa fuera creada”, recordaba el ya extinto (físicamente) Pontífice.
Millones de niños de todo el mundo se imaginan que jugaba a la pelota. Un gran escritor latinoamericano, Eduardo Galeano, cuenta que un día un periodista le preguntó a la teóloga protestante Dorothee Sölle:
El fútbol, la niñez y la felicidad
“¿Cómo le explicaría a un niño qué es la felicidad?”. “No se lo explicaría —respondió ella—, le daría una pelota para que jugara.
No hay mejor manera de explicar a alguien qué es la felicidad que hacerlo feliz”.
Y jugar hace feliz, porque a través del juego puede expresarse la propia libertad, competir de manera divertida o, simplemente, vivir la afición… Porque puede perseguirse un sueño sin que uno deba convertirse forzosamente en campeón.
Te hace feliz aunque seas un pata dura.
Y al “Pata Dura” Francisco, quizás la última felicidad (solo él y ahora su espíritu lo saben con certeza) que el fútbol le generó fue la de 2022 con esa épica coronación en Qatar.
Ese partido con el que el equipo argentino, encabezado por Lionel Messi, como 36 y 44 años antes habían hecho Maradona y Kempes, marcó, incluso, la ruptura de una costumbre suya: No ver televisión.
Y la encendió en sus aposentos de El Vaticano, para ver a sus paisanos cargar por tercera ocasión la Copa FIFA.