Por Eduardo Andrade Sánchez. (Publicado en el Universal).
(Premio Nacional de Periodismo, reconocido periodista deportivo y ex Presidente del Senado de la República Mexicana).
Ciudad de México.- No intento ofender a quienes están en desacuerdo con la tauromaquia.
Tengo amigos que quiero y admiro por su brillantez y talento; sin embargo es imposible establecer una polémica racional sobre el tema.
Ello no los hace “necios”, pues poseen inteligencia excepcional, y otros muchos igual de inteligentes son, también, partidarios de las corridas.
Empleo la palabra necedad, no para calificar a nadie, sino como sustantivo aplicado a una conducta que connota ignorancia y obstinación.
Quienes reprueban esta fiesta y proponen desaparecerla parten de ignorar sus características y se niegan obstinadamente a tratar de comprenderla, rayando en un fanatismo que condena con lenguaje de odio a quienes asisten a las plazas, calificándolos públicamente como asesinos.
Actitud tan agresiva contrasta con la de los aficionados a los toros que comprendemos la repugnancia eventualmente producida a algunas personas por ciertos momentos de la lidia y su consecuente rechazo nacido del desconocimiento de la naturaleza de la tauromaquia y de negarse a intentar entender lo que sentimos los taurinos.
Aquellas se aferran a la falsa creencia de que el aficionado se solaza con la muerte del animal y que el objetivo de la fiesta es tratarlo con crueldad.
Nada más equivocado.
Cuando el torero es incapaz de producir con eficacia su muerte, la gente no disfruta, por el contrario, abuchea y reprueba al encargado de la lidia.
El toro que muere en la plaza es una res más entre las 37 mil que se sacrifican diariamente para el consumo humano en México.
La diferencia es la manera como se ejecuta el sacrificio que en los cosos taurinos no es más cruel que la empleada en los rastros y una certera estocada puede dar muerte al toro más rápidamente que los instrumentos empleados en los mataderos.
Hay tres posturas ante el toreo: una minoría de aficionados constitucionalmente protegida; un grupo mayoritario prácticamente neutral, y otra minoría de activistas que aborrece a los taurinos pues su posición realmente no se aplica a defender al toro, sino a odiar a quienes atribuyen equivocadamente el único propósito es disfrutar con su muerte.
Los opositores que sostienen con razón que a un perro o un gato no se les daría un tratamiento como el que sufre el toro en la plaza.
Cabría responder que la práctica de esterilizarlas implica también una atroz crueldad, pues las priva de una función vital: el aseguramiento de su continuidad biológica.
Pero la esterilización es culturalmente admitida y ello nos permite reflexionar sobre las diferencias culturales. En Vietnam es natural sacrificar a los perros para comerlos, de modo que aquello que nos parece aberrante, es aceptado en otra cultura.
En el lado opuesto está la sacralización del ganado vacuno en un país como India, el cual, por razones religiosas no puede ser sacrificado.
A los indios les parecerá aborrecible que consumamos carne de res, pero nos respetan.
En nuestro pasado se arraiga la tauromaquia y resulta insostenible negar su condición cultural, afirmada en culturas afines como la española en la que es considerada patrimonio cultural.
No puede descalificársele por el hecho de que disguste a un grupo diferente y menos llegar al punto de extinguirla pretendiendo negarle la naturaleza de cultura que indiscutiblemente posee.